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LA EPIDEMIA AZUL

LA EPIDEMIA AZUL
Portada: Higorca

Vídeo obras de José Higueras "el pintor de la luz"

jueves, 17 de enero de 2013

EL NIÑO ESCARABILLERO


Óleo de José Higueras


Se quedaba absorto mirando a su alrededor. El escarabillero, solamente era un niño. A sus ocho años ya sabía muy bien lo que era pasar hambre.
Eran los años de la posguerra en España. Había poco dinero, poca comida, poco de todo. Si a eso se le añade que el cabeza de familia era un poco inestable, todavía resultaba más difícil la vida.
Por eso en aquella casa todos los miembros de la familia desde que apenas empezaban a “balbucear” debían arrimar “el hombro”. No importaba niño o niña. Lo más importante era comer y para eso era necesario tener un poco de dinero, y para conseguirlo había que trabajar.
En el lugar donde vivía, se explotaban unas minas de carbón. En  aquella época era la energía que más se utilizaba para guisar, y para calentarse en el frío invierno que por aquellos montes tenían.
La familia no tenía dinero para comprar aquel preciado mineral. Solamente había otra forma de poder obtenerlo, además también, de poder vender a todos aquellos que lo necesitaban y se lo pedían. Una buena forma de conseguir unas monedas, y poder adquirir un poco de comida.
Después de desayunar (Cuando había en su casa leche, que no era todos los días) la madre de Luisito, lo lavaba y lo peinaba ¡Eso sí! Ya que era imprescindible enseñar una educación a los hijos aún siendo muy humildes. Así, después del aseo su madre lo mandaba a escarabillear iba a la puerta de la mina o por los alrededores.
El niño cogía una espuerta de esparto que pesaba más que él y arrastrándola se iba a buscar aquellos pequeños trocitos de carbón. Era cómo migajas de aquel negro combustible. Así pasaba toda la mañana para volver al mediodía a casa donde poder comer un plato de arroz con una patata, la más de las veces sin ningún tipo de grasa, ni aceite.
Por la tarde la madre vendía la parte más importante de aquellas pequeñísimas piedras que cuando estaban al sol brillaban intensamente, tanto que se podían confundir con pequeños brillantes ¡qué suerte hubiera tenido aquel niño de encontrarse un trozo de aquella preciosa piedra! Pero la realidad era otra muy distinta. La pobreza reinaba en su humilde casa.
Su madre nunca le llevaba sucio, y mucho menos con manchas. Aún con los pantalones llenos de remiendos, los planchaba. Los domingos y días de fiesta, llevaba otros nuevos que su madre le hacía quedándose por la noche a coser.
Cuando otras personas le daban ropa ya usada, pero que se les había quedado pequeña a ellos, o a sus hijos, ella con todo cariño las descosía, y aquellas piezas las ponía a medida de su hijo. Pantalones, camisas y muchas veces abrigos o chaquetas.
Luisito se daba cuenta de ello y ayudaba todo lo que podía ya que su padre pasaba largas temporadas fuera de casa, sin saber nada de su paradero. Mientras que su madre lavaba ropa de los lugareños. La avisaban para que pasase a recogerla luego iba a un lavadero que había en las afueras de aquel pueblo, lo peor era el invierno, tenía que romper el hielo para poder lavar. Llegaba a casa con las manos moradas de tanto frío. Una vez seca toda la colada, la planchaba y entregaba de nuevo a cada una de aquellas casas.
Era una vida muy dura. Luisito casi no tenía tiempo para jugar, pasaba largas temporadas sin ir al colegio. Cuando no hacía una cosa era otra, pero lo importante era esa pequeña ayuda que él aportaba a su casa. A su madre, que tanto quería.
Una mañana de aquel verano intensamente caluroso. Unos cuantos chicos llegaron a la boca de la mina, todos llevaban una cesta o cubo para llevar el carbón a su casa, se conocían y jugaban muchas veces en la calle con las canicas o simplemente con un trozo de madera que, según ellos era la espada.
Al lado de la mina había un río ¿Un río o un pantano? Normalmente no había ningún peligro. Muchas veces se bañaban y jugaban dentro del agua. También aquella mañana, decidieron que se bañarían, acostumbraban a tirarse por las paredes del embalse como si de un tobogán se tratara. Los niños se reían y hacían carreras para ver quien llegaba primero abajo, y luego subía antes.
Aquella mañana cuando el primero de ellos, que era Luisito, por ser el más atrevido, estaba ya abajo, abrieron las compuertas y el agua contenida salió con una rapidez impresionante. Los amigos miraron a ver si su amigo que se encontraba en el fondo se veía. Era imposible, y Luisito no podía salir, parecía como si un pozo se lo quisiese tragar.
Miraba para arriba y veía una luz muy blanca. – ¡Creo que durante un buen rato! - O ¿fueron minutos, segundos… y a él le parecieron horas? Escuchaba a lo lejos como sus amigos lo llamaban.
Agarrándose a las paredes como pudo y guiado por la luz y los gritos fue saliendo. Cuando ya llegaba arriba noto como unas manos tiraban de él. Extenuado cayó al suelo sin sentido y completamente morado.
Fue difícil hacer que volviera en sí. Los niños seguían, y seguían moviéndolo para que les hablara, no se atrevían a correr para ir a pedir ayuda, tampoco querían que se enteraran sus padres. Al final Luisito volvió en sí, abrió los ojos y miro a su alrededor, sin pensarlo se puso en pie y se encamino a su casa.
Aquel día llego tarde y sin carbón. La explicación que dio fue que no había encontrado ninguna de aquellas piedras. No quiso comer, no podía. Pidió  permiso y se acostó ¿qué raro? Pensó su madre.
La realidad es que nunca llego a enterarse de lo ocurrido. Luisito creció y se cambiaron de región. Pudo ir al colegio y aquello quedo en una tremenda aventura que le causo un fuerte trauma, jamás se acerco al mar.

Higorca